quinta-feira, 21 de abril de 2016


Amoris laetitia:


Muitas afirmações que necessitam de ser clarificadas


P. Antonio Livi

Na realidade, a única diferença entre ontem e hoje que pode ser importante para a pastoral é que muitos fiéis têm uma consciência enevoada pela ignorância religiosa e os vícios, e por isso já não se apercebem do pecado como infracção voluntária das normas morais.


P. Antonio Livi, Profesor emérito
de Filosofia del conocimiento
en la Universidad Lateranense de Roma

Un documento como la Exhortación apostólica Post-sinodal Amoris laetitia, por su longitud y por el momento particular de la historia de la Iglesia en que se redactó y promulgó, requiere un comentario como nunca responsable y prudente, que hago aquí, haciendo uso de mi experiencia específica en la hermenéutica teológica y mi larga experiencia de la dirección espiritual de sacerdotes, religiosos y laicos.

1.Para hacer comprender mejor lo que tengo que decir, debo poner como premisa que los actos del Romano Pontífice tienen un valor y un alcance diferente, dependiendo del material con el que tratan y la forma elegida para dirigirse al pueblo cristiano. Los actos del Romano Pontífice (registrados como tales en AAS) pueden ser:

1) verdaderas y propias enseñanzas sobre la fe y la moral de la Iglesia Católica, en cuyo caso el Papa se limita a interpretar con autoridad los dogmas ya formulados por el Magisterio anterior (magisterio ordinario universal), a menos que, hablando ex cathedra, establezca nuevos dogmas (caso que en la historia sólo se ha verificado poquísimas veces);

2) nuevas normas disciplinarias en relación con los sacramentos, la liturgia, las funciones eclesiásticas, etc., (normas que se convierten en parte del corpus del derecho canónico, que en la actualidad se resume en el Código de Derecho Canónico para la Iglesia latina y otro para la Iglesia Oriental);

3) directrices y criterios para praxis pastoral que no cambian sustancialmente lo que ya está establecido en los principios de la enseñanza dogmática y moral, ni agregan o quitan nada de lo prescrito en las leyes vigentes de la Iglesia.

Sobre la base de esta distinción fundamental, son distintos los deberes de conciencia de un católico, en el sentido de que:

1) las enseñanzas del Papa, cuando tiene la intención de confirmar o desarrollar las verdades de la fe católica, ha de ser recibido por todos los fieles con obsequio externo e interno de la mente y el corazón; de manera similar,

2) las órdenes y disposiciones disciplinarias del Papa deben respetarse y aplicarse sin demora por todos aquellos a los que esas órdenes están dirigidas, en la medida en que a cada uno le compete directamente; por el contrario,

3) aquellas que son meras directrices para la pastoral deben ser aceptadas por todos los interesados, empezando por los obispos, como criterios a tener presentes en el ejercicio de su oficio pastoral de gobierno y de catequesis; en tanto que criterios, se convierten en parte de todo un conjunto de principios de orden dogmático, moral y disciplinar que ya está habitualmente presente a la conciencia de los pastores en el momento de tomar responsablemente una decisión sobre situaciones generales de su diócesis o sobre algún caso concreto.

Ahora bien, la Exhortación Apostólica post-sinodal, sea por el tipo de documento, sea por los temas que en ella se tratan, es sin duda un acto pontificio del tercer tipo de los que enumeré antes. En efecto, como toda una clase de documentos pontificios, esta exhortación no es y no quiere ser un acto de magisterio con el que se enseñen doctrinas nuevas, proporcionando fieles nuevas interpretaciones autorizadas del dogma.

Se trata más bien de un conjunto de orientaciones pastorales, dirigido principalmente a los obispos y sus colaboradores del clero y del laicado, en orden a que la doctrina sobre el amor humano y el matrimonio – que es confirmada explícitamente en cada uno de sus puntos – sea mejor aplicada a los casos individuales concretos con prudencia, con caridad y con deseo de evitar divisiones dentro de la comunidad eclesial. Estas son las intenciones del Papa, tal como resultan del tipo de documento que estoy comentando.

Por supuesto, como todo fiel cristiano, yo, que soy también sacerdote, tengo el deber de aceptar sin reservas estas orientaciones pastorales, bien dispuesto a tenerlas en cuenta cuando se presente la oportunidad de ayudar a los fieles en dificultad a acercarse bien preparados al sacramento de la Penitencia o para aconsejar convenientemente a los que se encontrasen en la condición de «divorciados vueltos a casar». Pero también tengo el deber de interpretar estas indicaciones a la luz del dogma, la moral y el derecho canónico vigente, dado que el documento papal no puede y no tiene intención de derogar todo lo que la Iglesia ha establecido ya en la materia. Y cuando la interpretación se presenta difícil, debido a la complejidad y la ambigüedad de muchas páginas del documento papal, tengo el deber de referirme a la regla de oro de la hermenéutica teológica: «In necessariis, unitas; in dubiis, libertas; in omnibus, caritas».

2. Siempre he sido y siempre seré, con la gracia de Dios, un hijo fiel de la Iglesia, que no es, como algunos dicen, «la Iglesia de Bergoglio,» sino que es la Iglesia de todos los tiempos, la Iglesia de Cristo. Por Cristo he venerado a muchos papas, desde Pío XI a Benedicto XVI y a Francisco. Respecto de las indicaciones contenidas en Amoris laetitia, no me es lícito dudar que las intenciones pastorales del Papa son todas santas y todas en beneficio del bien común de la Iglesia de Cristo. Tampoco puedo dudar de que las directrices prácticas sugeridas por él son en sí mismas aptas para proveer el mayor bien posible de los fieles de todo el mundo católico.

Queda sin embargo el hecho es que la lectura del documento deja a muchos perplejos en cuanto a la efectiva clarificación de los puntos puestos en discusión en la iglesia hace algunos años, tanto por parte de muchos teólogos de amplia notoriedad internacional (por ejemplo, el cardenal Walter Kasper) como por una restringida pero muy vocal minoría de padres sinodales durante las dos sesiones del Sínodo sobre la familia.

El debate al interior de los trabajos del Sínodo fue precedido y seguido por un amplísimo debate en los medios de comunicación, tanto católicos como seculares. Y la opinión pública ha percibido como real la existencia de dos facciones contrapuestas, una obstinada en mantener los «formalismos abstractos» del pasado y otra decidida a reformar la Iglesia, con esta última que ahora va proclamando en todo el mundo católico su propia «victoria final», como si el documento pontificio hubiese realmente realizado la «revolución» de que ha hablado Kasper, o las «aperturas» de que ha hablado el director de la Civiltà Cattolica, el padre jesuita Antonio Spadaro, en una entrevista con Radio Vaticana.

El efecto de esta imagen – demasiado humano, y en última instancia ideológica – de los debates habidos al interior del Sínodo es la confusión y desorientación de la opinión pública con respecto a las grandes cuestiones de doctrina católica sobre la sexualidad humana, el matrimonio y la familia. Quien tiene sensibilidad realmente pastoral no puede dejar de desear, en una situación de este tipo, una intervención papal autorizada de aclaración, un discurso accesible a todos, expresado en términos precisos y definitivos: y en su lugar, el documento del Papa Francesco, por como ha sido recibido por los fieles (incluso por las interpretaciones instrumentales de entornos hostiles a la fe católica) ha incrementado por desgracia, el desconcierto en medio del pueblo de Dios.

En efecto, el Papa, al tiempo que afirma que no hay ningún cambio en la doctrina, cuando habla de los cambios que considera necesarios en la praxis de las diócesis y conferencias episcopales induce a creer que pretende para la «pastoral» una actividad anárquica del clero que, una vez abandonada la «doctrina» en el ático, asume como «regla pastoral» las opiniones «seculares» que prevalecen en su entorno social. Al hacerlo el Papa Bergoglio parece lanzar una severa censura de las posiciones «conservadoras» para justificar sin reservas las posiciones «reformistas». No valdrían nada las protestas del cardenal Müller y muchos otros autorizados prelados en contra de la tesis de una práctica separada de la doctrina, ya formulada por muchos teólogos y algunos padres sinodales; recordar, por ejemplo, las sentidas palabras de cardenal africano Sarah, que había recordado que la idea de fomentar una práctica pastoral que podría evolucionar en función de las modas y las pasiones mundanas es «una forma de herejía, una peligrosa patología esquizofrénica '( ver La Stampa 24 de febrero de 2015)´.

Por supuesto, no hay nada en el texto escrito puede justificar esta interpretación, pero la minuciosidad del texto, el abuso de las metáforas y la ambigüedad de las afirmaciones de principio (a veces en contradicción flagrante entre sí) dejan abierta la posibilidad de cualquier interpretación malévola, incluso por parte de quien no tiene ningún título para interpretar al Papa, pero se aprovecha del hecho de que el Papa no ha querido – por razones que sin duda serán buenas y santas – ser claro y preciso, utilizando un lenguaje que pudiese evitar toda instrumentalización.

Esto tiene que ver sobre todo con la evaluación »caso por caso« de la situación eclesial de los fieles que han faltado a la fidelidad conyugal, han recurrido al divorcio civil y han constituido una convivencia adúltera; son esas parejas que son llamadas erróneamente »divorciados y vueltos a casar«, con un lenguaje que no es teológico, porque en la Iglesia Católica hay un único matrimonio reconocido como válido, el sacramental, que por su naturaleza es indisoluble y por lo tanto no admite divorcio ni permite ninguna nueva forma de unión conyugal, por más que sea reconocida por la autoridad civil.

El Papa dice que nada cambia en la situación canónica de estas personas, pues el asunto ha sido previamente examinado y juzgado por el Papa Juan Pablo II tras el Sínodo de los Obispos sobre la Familia que se celebró a principios de los años ochenta (cf. Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 22 de Noviembre 1981.). Pero la nueva praxis que Francisco recomienda adoptar en el »acompañamiento pastoral« y en el »fuero interno« está formulada con expresiones tan equívocas que permite a los malintencionados celebrar la gran victoria de los reformistas, que pedían al Papa que introdujese en la praxis eclesial una especie de »divorcio católico«, que permita la aprobación por parte del obispo del nuevo matrimonio, así como el acceso a la comunión de los fieles »en situación irregular«.

En realidad el Papa no habló en absoluto de la posibilidad de »bendecir« las nuevas nupcias, y menos aún habla directamente de un »derecho a la Eucaristía«: se limita a aconsejar la readmisión de estos fieles como padrinos a algunas ceremonias religiosas (bautismos, confirmaciones, bodas), e invita a considerar la posibilidad de permitir que asuman tareas en las parroquias o que enseñen religión en las escuelas. Sin embargo, los argumentos en apoyo de estos criterios de »inclusión eclesial« son por desgracia muy confusos y pueden también entenderse – ciertamente en contra de las verdaderas intenciones del Papa – como un cambio radical en la enseñanza moral católica sobre el pecado grave (llamado »mortal« en tanto que implica la pérdida de la gracia santificante y el peligro de la condenación eterna, que la Escritura llama »la muerte segunda«) y sobre su imputabilidad subjetiva, especialmente en relación con las condiciones para el perdón sacramental con la Confesión.

3. Para documentar cuanto he dicho, aporto ahora algunas expresiones de Amoris Laetitia que resultan, si no formalmente erróneas, al menos penosamente confusas. Cada cita será seguida por una breve postilla de la clarificación doctrinal.

El estado de pecado mortal. - »Por esto ya no es posible decir que todos los que están en una situación llamada «irregular» viven en un estado de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no sólo dependen de un posible desconocimiento de la norma. Un sujeto, sabiendo bien la norma, puede tener gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma moral», se puede encontrar en condiciones concretas que no le permiten actuar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien han expresado los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la capacidad de decisión» «(Amoris laetitia, § 301).

Evidentemente, en cuanto a »pecado mortal« no tiene sentido hablar de calificaciones morales que »hoy« son diferentes de las de »ayer«: la dialéctica historicista que es tan agradable a los teólogos escuchados por el Papa Francisco (como Walter Kasper) está totalmente fuera lugar en un documento pontificio que da consejos sobre cómo intervenir pastoralmente en una situación que desde el punto de vista moral ha sido definitivamente calificada como un pecado grave (adulterio) ya por el mismo Señor, cuyas palabras han sido la norma próxima de evaluación por parte del magisterio eclesiástico de todos los tiempos (no de »ayer«), con un carácter de definitividad que no permite un «hoy» reformista.

Y en cuanto a los »límites» subjetivos (la ignorancia, debilidad, dependencia de pasiones o condicionamiento social) que pueden hacer que sea menos imputable en un sujeto determinado el acto del pecado, siempre se han tenido muy en cuenta por los buenos confesores, pero no para un cohonestar una situación que se prolonga en el tiempo y que parece no tener solución, precisamente porque el pecado se ha ido repitiendo obstinadamente a pesar de las incesantes llamadas de la gracia divina a la conversión y a la reparación de los daños causados ​​al cónyuge y a la Iglesia. La buena dirección espiritual por parte de buenos confesores siempre se ha comprometido a suscitar en el alma del cristiano que hasta entonces nunca quiso cambiar su vida los recursos para «resistir hasta la sangre en la lucha contra el pecado», que es lo que a todos pide el Evangelio (cf. Carta a los Hebreos).

Pecado «material» y pecado «formal». - «A partir del reconocimiento del peso de las limitaciones concretas, podemos añadir que la conciencia de las personas debe ser mejor involucrada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan de manera objetiva nuestra concepción del matrimonio. Por supuesto, debemos favorecer la maduración de una conciencia iluminada, capacitada y acompañada por el discernimiento responsable y serio del Pastor, y proponer una siempre mayor confianza en la gracia. Pero esta conciencia puede reconocer no sólo que tal situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio; también puede reconocer con sinceridad y honestidad lo que por el momento es la generosa respuesta que puede ofrecer a Dios, y descubrir con una cierta certeza moral que éste es el don que Dios está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo. En todo caso, recordamos que este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el ideal más plenamente» (nn. 302-303).

He señalado, en el texto papal, el adjetivo «nuestro» referido a la «concepción del matrimonio» de la Iglesia Católica: ¿por qué atribuirlo a un absurdo «nosotros», como si el sujeto de esta concepción fuese algún líder de opinión de los muchos que surgen en nuestra sociedad y no la Iglesia que conserva e interpreta infaliblemente el Evangelio de Cristo? Desde luego, no era el lenguaje, por ejemplo, de San Juan Pablo II, quien en sus catequesis sobre el amor humano insistió en la presentación de la moral católica como la expresión puntual y fiel de la intención del amor de Dios creador, que la Iglesia , custodio de la revelación de Jesucristo, se limita a expresar en fórmulas dogmáticas, de las que derivan tanto los «preceptos» como los «consejos», sin inventar nada y sin imponer nada que no sea realmente el «plan de Dios».

El juicio de la Iglesia sobre la imputabilidad subjetiva de los actos contrarios a la ley de Dios –. «Es mezquino limitarse a considerar sólo si el obrar de una persona responde o no a una ley o una norma general, porque esto no es suficiente para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano »(n. 304).

Aquí el discurso es aún más ambiguo, porque confunde deliberadamente la evaluación «externa» de la situación moral de los fieles con el conocimiento de su situación «interna» delante de Dios: la condición de la conciencia de un individuo escapa al ojo humano, también al del director espiritual o confesor, y la autoridad de la Iglesia no está llamada a hacer juicios sobre la conciencia («de internis neque Ecclesia iudicat»).

Por lo que la evaluación externa, por lo que es evidente a los ojos de los hombres, es más que suficiente para dar un juicio meramente prudencial que no pretende ser absoluto y definitivo, pero mira al deber de la autoridad eclesiástica de reconocer como justos los comportamientos externos conformes a la ley moral y castigar a los injustos (un caso típico de pena eclesiástica, además de la excomunión para los delitos más graves, es precisamente negar el acceso a la comunión a los que públicamente viven en estado de adulterio sin intención de remediarlo). No puede sino generar aún más confusión entre los fieles el hecho de que un Papa hable de la ley moral – ya codificada por la Iglesia hace siglos en dogmas y disposiciones canónicas – como de algo «abstracto» que no se puede aplicar a situaciones «concretas». Peor aún, habla de «situaciones concretas» que hoy serían diferentes de las de ayer, por lo que sería legítimo hacer hoy lo contrario de lo que ha prescrito el magisterio solemne y ordinario de la Iglesia hasta ayer.

En realidad, la única diferencia entre ayer y hoy que puede ser importante para la pastoral es que muchos fieles tienen una conciencia obnubilada por la ignorancia religiosa y los vicios, y por ello no perciben más el pecado como infracción voluntaria de las normas morales, o bien no consiguen aplicar correctamente la regla moral (natural y evangélica) a su situación personal. Pero si el Papa quisiese realmente secundar con la nueva práctica de «caso por caso» la insensibilidad de los hombres de nuestro tiempo respecto del «plan de amor de Dios», entonces tendrían razón los que han visto su Exhortación como una rendición total del Magisterio a la opinión pública, a la secularización, a la teología progresista que exalta el subjetivismo (esa que afirma que toda persona actúa de buena fe, y que la Iglesia debe confirmarla en su presunción infundada de estar en gracia!).





segunda-feira, 18 de abril de 2016


UDPs sempre, sempre, ao lado do povo...


Heduíno Gomes

Na votação para prosseguir o processo de destituição da ladroagem brasileira de que Dilma é a cara, verifiquei que os deputados do PC do B (Partido Comunista do Brasil) a apoiaram.

Ora aí está! Os amiguinhos da UDP e dos trotsquistas albaneses ao lado do gamanço! Tudo boa gente!






domingo, 17 de abril de 2016


Amoris Laetitia: «Uma saudável autocrítica»


P. Giovanni Scalese, filósofo e teólogo

O documento convida-nos a ser humildes e realistas e a fazer uma «sã autocrítica» (n.º 36): creio que esta atitude deve orientar-se não só à Igreja do passado e à sua prática pastoral, mas também, para ser autêntica, deve estender-se a 360° e portanto também à Igreja de hoje. Gostaria de formular algumas perguntas, não com espírito polémico, mas como um simples convite à reflexão.

1. ¿Es correcto volver sobre los temas que ya habían sido abordados en tiempos relativamente recientes (el Sínodo anterior sobre la familia data de 1980), sin que la situación haya cambiado radicalmente?

Es cierto que en estos treinta y cinco años ha habido no pocas novedades, que no habían sido afrontadas entonces (por ej. la fecundación in vitro, la teoría de género, la maternidad subrogada, uniones homosexuales, la adopción de hijastros, etc.); pero también es cierto que estas cuestiones no han sido objeto de los últimos Sínodos y son tocadas sólo parcialmente y de paso en la exhortación apostólica AL. La atención parecía dirigida exclusivamente sobre una cuestión que ya había sido ampliamente debatida y definida: el acceso a los sacramentos de divorciados vueltos a casar civilmente. La cuestión había sido resuelta autorizadamente en la exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84); su enseñanza fue retomada por el Catecismo de la Iglesia Católica (n.1650) y reiterada en la Carta de la Congregación para la Doctrina de la fe del 14 de septiembre de 1994 y la declaración del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos de 24 de junio de 2000. Soy perfectamente consciente de que Amoris Laetitia escapa a la lógica doctrinal y legal, para colocarse sobre un plano exquisitamente pastoral; pero me pregunto: ¿es correcto poner ahora en entredicho una enseñanza prácticamente definitiva?

2. ¿Es correcto el procedimiento seguido para abordar este tema?

Primero, el Consistorio extraordinario en febrero de 2014; a continuación, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los obispos en octubre de ese mismo año; posteriormente, la emisión de dos motu proprio sobre las causas de nulidad matrimonial en agosto de 2015; a continuación, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los obispos en octubre siguiente; finalmente la exhortación apostólica postsinodal recién publicada. Hasta ahora, nadie había visto un procedimiento similar: ¿no era suficiente un único Sínodo, debidamente preparado? ¿Era realmente necesario este «martilleo» durante dos años? ¿Con qué fin? Todo ello, sin hablar de las anomalías registradas a lo largo del camino: el secreto de la relación con el Consistorio y del debate del Sínodo; el informe post disceptationem del Sínodo de 2014, que no reflejaba el resultado del debate; el informe final del Sínodo mismo, que se hizo eco de temas que no habían sido aprobados por los Padres; la carta reservada de los trece cardenales en principio del Sínodo 2015, denunciado públicamente como «conspiración», etc.: ¿son cosas normales?

3. ¿Es correcto insinuar determinadas soluciones pastorales que no habían sido acogidas por los Padres sinodales (y por lo tanto no podrían ser incorporados en el texto de la exhortación), en las notas del documento?

¿Es correcto poner en discusión, en un documento magisterial, la enseñanza de un documento precedente, con la siguiente fórmula: «muchos... destacan..» (Nota 329)*? ¿«Muchos» quiénes? ¿«Destacan» con qué capacidad? Además, ¿qué tipo de membresía requiere la nota 351**, que admite una posibilidad en abierto contraste con la enseñanza y la práctica ininterrumpida de la Iglesia, basándose en argumentos que ya habían sido considerados y juzgados insuficientes para justificar una excepción a esa enseñanza y práctica (véase la Carta de la Congregación para la Doctrina de la fe de 14 de septiembre de 1994, en particular, el n. 5: «esta práctica [de no admitir a la Eucaristía a los divorciados y vueltos a casar], presentada [por la Familiaris consortio] como vinculante, no puede ser cambiada en base a diversas situaciones»)?

4. ¿No debería tenerse cuidado, cuando se publica un documento, de lo que llegará a los fieles?

En Evangelii gaudium se abordaba, con razón, el problema de la comunicación del mensaje evangélico (n. 41); en Amoris Laetitia exhorta a «evitar el grave riesgo de mensajes erróneos» (n. 300). ¿El hecho de que en los días sucesivos a la publicación de la exhortación hayan sido publicados comentarios contrastantes entre sí, no debería hacer reflexionar sobre ello? ¿No será que el lenguaje utilizado no es suficientemente claro? ¿Es posible que sobre el mismo documento haya quienes dicen que nada va a cambiar y otros que lo consideran revolucionario? Si una declaración es clara, no debería dar lugar a dos interpretaciones opuestas. ¿La confusión no debería ser una alarma? En Amoris laetitia no se ignora el problema: «Entiendo a aquellos que prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusiones» (n. 308), pero luego, con Evangelii gaudium (n.45), se responde que es preferible una iglesia que «no renuncia al bien posible, aunque corra peligro de ensuciarse con el barro de la calle». Es tentador pensar que la confusión sea buscada intencionalmente, porque en ella se buscaría a Dios y actuaría el Espíritu. Personalmente prefiero creer, con San Pablo, que «Dios no es un Dios de desorden sino de paz» (1 Corintios 14:33).

5. ¿Es posible que a medida que los años pasan, las exhortaciones apostólicas postsinodales sean cada vez más minuciosas?

¿Es posible que no se llegue a sintetizar en unas pocas proposiciones los resultados de las discusiones de los padres sinodales? La concisión generalmente se lleva bien con la eficacia y el impacto: cuando se extiende más de lo necesario para transmitir un determinado mensaje, la mayoría de las veces significa que las ideas no son muy claras. Sin mencionar que, por hacer los documentos excesivamente largos, se corre también el riesgo de desalentar incluso a los más dispuestos a emprender la lectura, y les obliga a conformarse con los resúmenes, generalmente parciales y sesgados, que hacen los medios de comunicación.

6. ¿Es realmente necesario que los documentos pontificios se conviertan en tratados de psicología, pedagogía, teología moral, pastoral, espiritualidad? ¿Es ésta es la tarea del Magisterio de la iglesia?

Antes de afirmar que «no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben resolverse con intervenciones magisteriales» (n. 3) luego, de hecho, se pronuncia en cada aspecto y se cae incluso en aquella «casuística insoportable», que, en pocas palabras, se dice que desaprueban (n. 304). El magisterio tiene la tarea de interpretar la palabra de Dios (Dei Verbum, 10; Catecismo de la iglesia católica, nº 85), definir las verdades de la fe, custodiar e interpretar la ley moral, no sólo evangélica sino también natural (Humanae vitae, n.4). El resto – la explicación, profundización, aplicaciones prácticas, etc., siempre se ha dejado a teólogos, a los confesores, a los maestros de espíritu, a la conciencia bien formada de los fieles. Una exhortación apostólica, dirigida a todos los fieles, no puede, en mi opinión, convertirse en un manual para confessores.

7. ¿Es correcto insistir sobre la abstracción de la doctrina (nn. 22; 36; 59; 201; 312), en contraste con el discernimiento y el acompañamiento pastoral, como si no hubiese posibilidad de convivencia entre las dos realidades?

Que la doctrina sea abstracta, no tiene caso subrayarlo: lo es por naturaleza; como la praxis es praxis. Pero eso no significa que en la vida humana no tenga necesidad la una de la otra: la praxis siempre se deriva de una teoría (basta pensar que en Amoris laetitia se repite dos veces, n. 3 y 261, un principio filosófico – y por lo tanto abstracto – que ya había sido enunciado en Evangelii gaudium en nn. 222-225: «el tiempo es mayor que el espacio»). Por eso es importante que la praxis, para ser buena («ortopraxis»), esté inspirada en una doctrina verdadera (ortodoxia); de lo contrario, una doctrina errónea generaría inevitablemente una mala praxis. Despreciar la doctrina no sirve de nada, sólo sirve para privar a la praxis de su fundamento, de la luz que debería guiarla. ¿No se advierte, por otra parte, que el hablar de la praxis no se identifica con la propia praxis, sino que es sólo una teoría de la praxis misma? Y la teoría de la praxis sigue siendo una teoría, tan abstracta como la doctrina a la cual se quiere contraponer la práxis.

8. ¿Describir la Iglesia del pasado como una Iglesia exclusivamente interesada en la pureza de la doctrina e indiferente a los problemas reales de la gente, no es una caricatura que no corresponde de ninguna manera a la realidad histórica?

¿Llegar al punto de utilizar ciertas expresiones (n. 49: «en lugar de ofrecer el poder sanador de la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren adoctrinar el Evangelio; transformarlo en piedras muertas para lanzar a los demás; n. 305: «un pastor no puede sentirse satisfecho sólo por aplicar las leyes morales a los que viven en situaciones irregulares, como si fueran piedras que lanzan contra la vida de las personas. Este es el caso de los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso detrás de las enseñanzas de la iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas») es no sólo ofensivo, sino falso y mezquino hacia lo que la iglesia ha hecho y sigue haciendo, incluso entre muchas contradicciones e infidelidades, para la salvación de las almas. En la Iglesia el discernimiento y acompañamiento pastoral (quizás llamado con diferentes nombres y sin hacer demasiadas teorizaciones) siempre estuvieron ahí; sólo que hasta ahora cada uno hacía su oficio: el magisterio enseñaba la doctrina, los teólogos la profundizaban, los confesores y directores espirituales la aplicaban a los casos individuales. Hoy, sin embargo, parece que nadie puede distinguir la especificidad de su propio rol.

9. ¿Transformar las exigencias de la vida cristiana en «ideales» (n. 34; 36; 38; 119; 157; 230; 292; 298; 303; 307; 308) no significa – por lo menos en este caso –, transformar el cristianismo en algo abstracto, peor aún, en una filosofía o incluso una ideología?

¿No significa quizá olvidar que la palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4:12), que la verdad revelada es una «verdad que salva» (Dei Verbum, 7; Gaudium et Spes, n. 28), que el Evangelio «es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Rm 1:16), que «Dios no manda lo imposible; pero cuando manda, advierte hacer lo que se puede y pedir lo que no se puede, y le ayuda para que pueda hacerlo»  (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 11; Cf..S. Agustín, De natura et gratia, 43, 50)?

10. ¿Estamos seguros de que la «conversión pastoral» (Evangelii gaudium, n. 25), que se reclama a la iglesia hoy en día, sea un bien para ella?

Me da la impresión que detrás de esta conversión hay un malentendido básico, ya presente en el momento de la proclamación del Concilio Vaticano II y que llega hasta el día de hoy: pensar que hoy ya no es necesario que la iglesia tenga cuidado de la doctrina, siendo ésta lo suficientemente clara, conocida y aceptada por todos, y que debemos estar preocupados solamente por la práctica pastoral. Pero ¿estamos seguros de que la doctrina es tan clara, que no requiere más estudio y que se defienda de las interpretaciones erróneas? ¿Estamos realmente seguros de que todo el mundo, hoy en día, conoce bien la doctrina cristiana?

No basta responder a estas preguntas diciendo que existe para ello el Catecismo de la iglesia católica: primero, porque no hay que descontar que todos lo conocen; en segundo lugar, porque incluso si se conoce, no necesariamente es compartida su doctrina. Si bien es cierto que «la misericordia no excluye la justicia y la verdad, debemos decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y manifestación más luminosa de la verdad de Dios» (Amoris laetitia, n. 311), es igualmente cierto que «no disminuir en absoluto la enseñanza salvadora de Cristo constituye una forma eminente de caridad hacia las almas» (Humanae vitae, Nº 29; cf. Familiaris consortio, Nº 33; Reconciliatio et paenitentia, # 34; Veritatis splendor, 95). Y el servicio que el magisterio tiene que ofrecer a la iglesia es, ante todo, el servicio de la verdad (Catecismo de la iglesia católica, Nº 890); precisamente enseñando la verdad que salva, el Magisterio asume una actitud pastoral y misericordiosa por las almas. Sólo cuando el Magisterio haya cumplido su tarea principal, los agentes de pastoral, a su vez, podrán formar la conciencia, hacer discernimiento y acompañar a las almas en su camino de vida cristiana.


(*) Nota 329: Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 84: AAS 74 (1982), 186. En estas situaciones, muchos, conociendo y aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la Iglesia les ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad «puede poner en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el bien de la prole» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51).

(**) Nota 351: En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (ibíd, 47: 1039)